Pablo nació en Tarso, una ciudad de Asia Menor. Se llamaba Saulo. Cuando era joven fue a estudiar a Jerusalén y, en su afán por defender la religión judía, se dedicó a perseguir a los cristianos.
Un día, el sumo sacerdote le autorizó ir a Damasco para encarcelar a los cristianos. Pero en el camino le sucedió algo sorprendente. Deslumbrado por una misteriosa luz, cayó de su caballo y quedó cegado a la vez que escuchaba una voz que le preguntaba...
Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
¿Quién eres, Señor? preguntó Pablo. Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Vete a la ciudad y te dirán lo que debes hacer.
Pablo se levantó pero no veía nada. Sus compañeros lo llevaron de la mano hasta Damasco.
Pablo pasó tres días rezando, sin ver y sin comer ni beber. Después recibió la visita de un discípulo de Jesús llamado Ananías.
Pablo recuperó la vista y, días después, recibió el bautismo. Saulo, el Señor Jesús me envía para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo, le comentó Ananías.
Pablo fue acogido por la comunidad cristiana y poco a poco se ganó la confianza de todos.
Pablo: Os aseguro que Jesús ha resucitado y vive. Se me apareció a mí cuando yo venía a Damasco.
El pueblo: ¡Qué extraño! ¿No es este el que perseguía a los cristianos?
Pablo regresó a Jerusalén y se puso a disposición de los apóstoles. Viajó sin descanso y fundó comunidades cristianas en diversas ciudades del Imperio romano.
Pablo escribió numerosas cartas, muchas de ellas están en el Nuevo Testamento.
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